sábado, 13 de diciembre de 2014

ROJO o LA ESTUPIDEZ

Cuelgo, ya que hacía tiempo que no escribía nada, un pequeño relato que hice el año pasado a propósito de un concurso literario en el que se debían escribir cosas sobre la Navidad.  El cuento no habla, desde luego, de la Navidad. Es más bien un homenaje que compuse, un año después de haberla extraviado, al protagonista de una novelita que estaba en proceso de escribir a los diecisiete años. El tipo de este relato me recuerda mucho a él, aunque este es tal vez más cínico.
Vosotros decidís si la estupidez a la que hace referencia el título es la de ella o la de él.

12-12-2013

  
    Aquella noche del 24 de diciembre me sucedieron tres cosas a las que la gente suele conceder gran importancia. La primera de ellas fue que me enamoré; la segunda, que me sentí decepcionado; la tercera, que se me ocurrió matarme.
    Por aquel entonces, yo tenía veintiséis años y apenas conocía París. A día de hoy sigo sin hacerlo, pero ahora tiene menor importancia. Yo soy más viejo y las parisinas serán eternamente jóvenes. Eso tampoco tiene la menor importancia. Ni la tenía el artículo que estaba leyendo en aquella cafetería deprimente cuando la vi a ella. Lo cierto es que era francamente espantoso; se dedicaba a explicar por qué es importante que un hombre haga sentir a su pareja una reina del erotismo. La periodista del tres al cuarto que lo había escrito tenía un nombre agradable, sin embargo.
    Ella también leía. Por cómo estaba sentada deduje que llevaría bastante más tiempo que yo en aquella cafetería. Era un lugar realmente deprimente: luz mortecina, paredes desnudas y el constante ronroneo de una televisión a mis espaldas; el único sitio donde alguien con dos dedos de frente no se metería precisamente en Navidad. Inmediatamente, olvidé la existencia de aquel delirio sobre amantes y reinas eróticas y me dediqué a contemplar a la chica intentando ser lo más descarado posible. Lo cierto es que soy verdaderamente tímido, pero no soporto pasar desapercibido.
    Qué demonios hiciese una jovencita tan meticulosamente vestida como ella en un lugar como aquel me traía más bien sin cuidado. Lo único que me importaba era la forma que tenía de pasar las páginas, y de balancear ligeramente la pierna derecha cada vez que revolvía su bebida. Después se llevaba la cucharilla a la boca y la bordeaba con su lengua. Lo hacía siempre.
    En aquel momento me fijé en que iba calzada con unos zapatos empapados de color rojo. Cuando se dio cuenta de que los observaba, colocó sobresaltada uno de sus pies sobre el otro y lo deslizó suavemente tras el tobillo desnudo. Fue un gesto tan conmovedor que sentí que me faltaba el aliento. Estuve todavía unos minutos mirándola fijamente leer; ella pareció olvidar mi presencia y retomó su constante diálogo con la cucharilla. Pasó apenas el tiempo suficiente como para que la encantadora camarera de aquella cafetería hubiese podido lavar meticulosamente sus temblorosas manos. O incluso para que yo mismo hubiese podido diluir los restos de polvo y de café de su piel con las mías. Entonces, la lectora impasible de orejas encendidas decidió sacudir mi mundo de nuevo, y juntó otra vez sus pies sin piedad. En esa ocasión me emocioné hasta las lágrimas, y sentí que mis piernas se deshacían y caían por las patas de la silla hasta llegar al suelo llenándolo todo de porquería. Sentí incluso el frío de las baldosas entre mi cuerpo descompuesto.
    Así de simple es que uno se enamore. Creo que nunca llegaré a comprender a aquellos que desprecian amar a un desconocido. Seguramente sea una pasión puramente egoísta, al fin y al cabo uno se enamora de la persona que él mismo se inventa en esos casos. De cualquier modo, eso me traía sin cuidado. Tampoco me importaba que al día siguiente fuese a recordar o no la cara de aquella chica. En aquel momento yo me habría muerto por ella, y eso es todo. Entonces sonrió, y me di cuenta de que además era guapa. Tenía unos pómulos verdaderamente interesantes, y las orejas tan rojas que por un momento tuve que reprimir el impulso de levantarme para besarlas.
    En ese momento, me sobresaltó un ruido a mis espaldas y me giré con brusquedad hacia la puerta. Otra chica bastante joven acababa de entrar estrepitosamente en la cafetería. Me desagradaron de inmediato sus tacones exagerados y la manera en la que se acercó a la mesa donde la más erótica de mis reinas continuaba leyendo. Espantado, comprobé que no solo se había sentado a su lado sino que parecían conocerse desde siempre. Se me cayó el alma a los pies definitivamente cuando escuché la voz de ambas al unísono. No sabían hablar juntas, se atropellaban constantemente la una a la otra y la cucharilla acariciada momentos antes por los labios de mi desconocida cayó rápidamente en el olvido.
    Me apresuré a pagar la cuenta antes de que aquella escena terminase de destrozarme los nervios. Todo mi mundo había dependido durante unos minutos de los zapatos rojos de aquella chica, y en gran parte también de sus tobillos y de su manera de leer. La carcajada de la fervorosa invasora de los tacones, que dolorosamente había tirado a la basura mis pensamientos, volvió a sacarme de ellos. “Por favor, no te rías así tú también”, pensé. Y observé a mi reina intensamente, apoyado en la barra, como  último intento desesperado de poder adorarla. Si hubiera tenido más agallas (o menos vergüenza) me habría desplomado en el suelo tal y como deseó cada parte de mí cuando la desconocida abrió exageradamente la boca y estampó su risa histérica contra las paredes. No podía reírse así, no podía hablar de esa forma, no podía estropearlo tanto todo alguien que tenía unas orejas como las suyas.
    Nunca me había sentido tan derrotado como cuando crucé la cafetería hacia la puerta y pasé a su lado. No sé por qué lo hice, pero antes de irme me giré hacia ella y le eché todo en cara. “No tenías derecho a colocar los pies de aquella forma”, fue todo cuanto dije. Suficiente. Verdaderamente, no sé por qué lo hice. Todo cuanto pude oír fue la risa de su amiga a mis espaldas.

    Un aire gélido me devolvió repentinamente a la realidad en cuanto crucé la calle. Menos dos grados. Nochebuena. Una tristeza creciente que amenazaba con metérseme en los bolsillos y un camino a casa demasiado largo. En ese momento me di cuenta de que estaba tan solo que, sin pensarlo, me metí en el primer taxi que encontré. Fue el intento más desesperado de procurar compañía que recuerde en mucho tiempo. Pero el conductor ni siquiera se giró para mirarme o me devolvió el saludo. Eso me deprimió aún más; mi estado de ánimo caía peligrosamente en picado.
- No hace nada de frío para ser París- comenté a tientas. Necesitaba escuchar su voz. Parecía, sin embargo, que no me había oído, y volví a intentarlo con algo más de ansiedad. - ¿Le gustan las luces en Navidad?
    Esta vez fingió deliberadamente no haberme escuchado. Aquello, lejos de irritarme, me hizo sentir aún más vulnerable. Qué solo estaba. Qué enamorado seguía. Qué noche tan triste y qué paisaje tan cálido se dibujaba tras la ventana. Con intención de provocarlo, comencé a dibujar estupideces en el cristal empañado. Me sentí por un momento como un niño atemorizado que trata de llamar la atención de su madre. De igual forma, yo intentaba demostrarle a aquel desconocido que existía.
- ¿Le molesta que dibuje sus ventanillas?- pregunté con la voz más servicial que pude poner. Y me extrañó que ni siquiera se sintiese ofendido por mi sarcasmo; la situación comenzó a parecerme desesperada. El conductor no me había mirado todavía ni una sola vez desde que me había sentado a su lado, y se limitó a negar secamente con la cabeza. Le traía sin cuidado. Yo también le traía sin cuidado. ¿Habría algo en ese momento que le importase lo más mínimo? ¿Le importarían sus hijos, en caso de tenerlos? ¿Se dignaría a mirar a su perro cuando llegase a casa? ¿Habría algo que él echase de menos? Tal vez aquel hombre impenetrable también había encontrado a una desconocida aquella noche. Puede que incluso ella fuese calzada de rojo, y que hablase en silencio y sonriese en voz alta en lugar de reírse. Tal vez ese hombre era la persona más afortunada sobre la tierra en aquellos momentos, y ni siquiera necesitaba mirarme para seguir existiendo. O puede que sencillamente la desconocida llevase unos deprimentes zapatos marrones, o incluso que también tuviese la incómoda costumbre de asesinar a sus amantes con su risa. En cualquier caso, las calles se sucedían, las personas quedaban atrás y aparecían otras nuevas, y yo volvía a sentir que mi vida dependía de un completo desconocido, de los gestos que hiciese o de que me mirase a los ojos.
- ¿Usted cree que un hombre debería morir por una reina?- murmuré. Me di cuenta, en medio del silencio que rápidamente ocupó de nuevo el coche tras mi pregunta, que ya no esperaba respuesta alguna. Completamente vencido, pagué lo más rápidamente que pude el precio del trayecto en cuanto el taxi se detuvo enfrente de la que por aquel entonces era mi casa. Mientras abría la puerta, sin embargo, decidí hacer un último intento por el simple placer de hundirme por completo.
- ¿Sabe usted que voy a suicidarme en cuanto llegue a mi casa?- le sonreí. No tengo ni idea de por qué se me ocurrió decirle precisamente eso. Lo cierto es que jamás había pensado en ello. Cerré la puerta tras de mí y me alejé del coche con rapidez. Por un momento creí escuchar que aquel hombre me llamaba, pero no tuve el valor de girarme para comprobarlo.
    Mientras esperaba al ascensor en el portal congelado, me di cuenta de que aquello del suicidio no era del todo una mala idea. En cualquier caso, morirse era mejor que cenar solo aquella noche, y sobre todo que abrir la nevera y encontrar comida fría y dura, o que los ojos fuesen a tardar interminables segundos en acostumbrarse a la luz afilada de la cocina. Ni me dolían especialmente las pupilas, ni tengo verdaderas preferencias por otro tipo de comida que no sea la congelada. Ni siquiera me molestaba cenar solo y Nochebuena me traía sin cuidado. Sencillamente pensé que morirse sería la mejor opción en aquel momento. No porque la vida fuese triste o desgraciada, sino porque me era imposible vivir y nada más.

    Fue entonces cuando me llamó mi madre. Dejé que el teléfono sonase una y otra vez antes de decidir que sería interesante contestarle y decirle que iba a morirme. Ella llamaba, sin embargo, no con intención de escucharme, sino para desearme feliz Navidad y comentarme entusiasmada que acababa de comprarse unos zapatos rojos. Estaba tan contenta que se reía a carcajadas. Era una risa muy tenue, apenas perceptible para alguien que no la conociese. Sin saber muy bien por qué, me imaginé que yo era un niño todavía, y que hacía dibujos junto a mi madre en las ventanas de nuestra antigua casa. La imaginé también a ella, lejana y marchita y calzada con unos conmovedores zapatos rojos. Debía tener las orejas encendidas en aquel momento, mientras hablaba conmigo. Y comprendí que esa noche yo no tenía que morir.