Vosotros decidís si la estupidez a la que hace referencia el título es la de ella o la de él.
12-12-2013
Aquella noche del 24 de diciembre me
sucedieron tres cosas a las que la gente suele conceder gran importancia. La
primera de ellas fue que me enamoré; la segunda, que me sentí decepcionado; la
tercera, que se me ocurrió
matarme.
Por aquel entonces, yo tenía veintiséis
años y apenas conocía París. A día de hoy sigo sin hacerlo, pero ahora tiene
menor importancia. Yo soy más viejo y las parisinas serán eternamente jóvenes.
Eso tampoco tiene la menor importancia. Ni la tenía el artículo que estaba
leyendo en aquella cafetería deprimente cuando la vi a ella. Lo cierto es que
era francamente espantoso; se dedicaba a explicar por qué es
importante que un hombre haga sentir a su pareja una reina del erotismo. La
periodista del tres al cuarto que lo había escrito tenía un nombre agradable,
sin embargo.
Ella también leía. Por cómo estaba sentada
deduje que llevaría bastante más tiempo que yo en aquella cafetería. Era un
lugar realmente deprimente: luz mortecina, paredes desnudas y el constante
ronroneo de una televisión a mis espaldas; el único sitio donde alguien con dos
dedos de frente no se metería precisamente en Navidad. Inmediatamente, olvidé
la existencia de aquel delirio sobre amantes y reinas eróticas y me dediqué a
contemplar a la chica intentando ser lo más descarado posible. Lo cierto es que
soy verdaderamente tímido, pero no soporto pasar desapercibido.
Qué demonios hiciese una jovencita tan
meticulosamente vestida como ella en un lugar como aquel me traía más bien sin
cuidado. Lo único que me importaba era la forma que tenía de pasar las páginas,
y de balancear ligeramente la pierna derecha cada vez que revolvía su bebida.
Después se llevaba la cucharilla a la boca y la bordeaba con su lengua. Lo
hacía siempre.
En aquel momento me fijé en que iba calzada
con unos zapatos empapados de color rojo. Cuando se dio cuenta de que los
observaba, colocó sobresaltada uno de sus pies sobre el otro y lo deslizó
suavemente tras el tobillo desnudo. Fue un gesto tan conmovedor que sentí que
me faltaba el aliento. Estuve todavía unos minutos mirándola fijamente leer;
ella pareció olvidar mi presencia y retomó su constante diálogo con la
cucharilla. Pasó apenas el tiempo suficiente como para que la encantadora
camarera de aquella cafetería hubiese podido lavar meticulosamente sus temblorosas manos. O incluso para que yo mismo hubiese podido diluir los restos de polvo y de café de su piel con las mías.
Entonces, la lectora impasible de orejas encendidas decidió sacudir mi mundo de
nuevo, y juntó otra vez sus pies sin piedad. En esa ocasión me emocioné hasta
las lágrimas, y sentí que mis piernas se deshacían y caían por las patas de la
silla hasta llegar al suelo llenándolo todo de porquería. Sentí incluso el frío
de las baldosas entre mi cuerpo descompuesto.
Así de simple es que uno se enamore. Creo
que nunca llegaré a comprender a aquellos que desprecian amar a un desconocido.
Seguramente sea una pasión puramente egoísta, al fin y al cabo uno se enamora
de la persona que él mismo se inventa en esos casos. De cualquier modo, eso me
traía sin cuidado. Tampoco me importaba que al día siguiente fuese a recordar o
no la cara de aquella chica. En aquel momento yo me habría muerto por ella, y eso es todo. Entonces
sonrió, y me di cuenta de que además era guapa. Tenía unos pómulos
verdaderamente interesantes, y las orejas tan rojas que por un momento tuve que
reprimir el impulso de levantarme para besarlas.
En ese momento, me sobresaltó un ruido a
mis espaldas y me giré con brusquedad hacia la puerta. Otra chica bastante
joven acababa de entrar estrepitosamente en la cafetería. Me desagradaron de
inmediato sus tacones exagerados y la manera en la que se acercó a la mesa
donde la más erótica de mis reinas continuaba leyendo. Espantado, comprobé que
no solo se había sentado a su lado sino que parecían conocerse desde siempre. Se
me cayó el alma a los pies definitivamente cuando escuché la voz de ambas al
unísono. No sabían hablar juntas, se atropellaban constantemente la una a la
otra y la cucharilla acariciada momentos antes por los labios de mi desconocida
cayó rápidamente en el olvido.
Me apresuré a pagar la cuenta antes de que
aquella escena terminase de destrozarme los nervios. Todo mi mundo había
dependido durante unos minutos de los zapatos rojos de aquella chica, y en gran
parte también de sus tobillos y de su manera de leer. La carcajada de la
fervorosa invasora de los tacones, que dolorosamente había tirado a la basura mis
pensamientos, volvió a sacarme de ellos. “Por favor, no te rías así tú
también”, pensé. Y observé a mi reina intensamente, apoyado en la barra, como último
intento desesperado de poder adorarla. Si hubiera tenido más agallas (o menos vergüenza)
me habría desplomado en el suelo tal y como deseó cada parte de mí cuando la
desconocida abrió exageradamente la boca y estampó su risa histérica contra las
paredes. No podía reírse así, no podía hablar de esa forma, no podía
estropearlo tanto todo alguien que tenía unas orejas como las suyas.
Nunca me había sentido tan derrotado como
cuando crucé la cafetería hacia la puerta y pasé a su lado. No sé por qué lo
hice, pero antes de irme me giré hacia ella y le eché todo en cara. “No tenías derecho a colocar los
pies de aquella forma”, fue todo cuanto dije. Suficiente. Verdaderamente, no sé
por qué lo hice. Todo cuanto pude oír fue la risa de su amiga a mis espaldas.
Un aire gélido me devolvió repentinamente a
la realidad en cuanto crucé la calle. Menos dos grados. Nochebuena. Una
tristeza creciente que amenazaba con metérseme en los bolsillos y un camino a
casa demasiado largo. En ese momento me di cuenta de que estaba tan solo que,
sin pensarlo, me metí en el primer taxi que encontré. Fue el intento más
desesperado de procurar compañía que
recuerde en mucho tiempo. Pero el conductor ni siquiera se giró para mirarme o
me devolvió el saludo. Eso me deprimió aún más; mi estado de ánimo caía
peligrosamente en picado.
- No hace nada
de frío para ser París- comenté a tientas. Necesitaba escuchar su voz. Parecía,
sin embargo, que no me había oído, y volví a intentarlo con algo más de
ansiedad. - ¿Le gustan las luces en Navidad?
Esta vez fingió deliberadamente no haberme
escuchado. Aquello, lejos de irritarme, me hizo sentir aún más vulnerable. Qué
solo estaba. Qué enamorado seguía. Qué noche tan triste y qué paisaje tan
cálido se dibujaba tras la ventana. Con intención de provocarlo, comencé a
dibujar estupideces en el cristal empañado. Me sentí por un momento como un
niño atemorizado que trata de llamar la atención de su madre. De igual forma,
yo intentaba demostrarle a aquel desconocido que existía.
- ¿Le molesta
que dibuje sus ventanillas?- pregunté con la voz más servicial que pude poner.
Y me extrañó que ni siquiera se sintiese ofendido por mi sarcasmo; la situación comenzó a parecerme
desesperada. El conductor no me había mirado todavía ni una sola vez desde que
me había sentado a su lado, y se limitó a negar secamente con la cabeza. Le
traía sin cuidado. Yo también le traía sin cuidado. ¿Habría algo en ese momento
que le importase lo más mínimo? ¿Le importarían sus hijos, en caso de tenerlos?
¿Se dignaría a mirar a su perro cuando llegase a casa? ¿Habría algo que él
echase de menos? Tal vez aquel hombre impenetrable también había encontrado a
una desconocida aquella noche. Puede que incluso ella fuese calzada de rojo, y que
hablase en silencio y sonriese en voz alta en lugar de reírse. Tal vez ese
hombre era la persona más afortunada sobre la tierra en aquellos momentos, y ni
siquiera necesitaba mirarme para seguir existiendo. O puede que sencillamente la desconocida llevase unos deprimentes zapatos
marrones, o incluso que también tuviese la incómoda costumbre de asesinar a sus
amantes con su risa. En cualquier caso, las calles se sucedían, las personas
quedaban atrás y aparecían otras nuevas, y yo volvía a sentir que mi vida
dependía de un completo desconocido, de los gestos que hiciese o de que me
mirase a los ojos.
- ¿Usted cree
que un hombre debería morir por una reina?- murmuré. Me di cuenta, en medio del
silencio que rápidamente ocupó de nuevo el coche tras mi pregunta, que ya no
esperaba respuesta alguna. Completamente vencido, pagué lo más rápidamente que
pude el precio del trayecto en cuanto el taxi se detuvo enfrente de la que por
aquel entonces era mi casa. Mientras abría la puerta, sin embargo, decidí hacer
un último intento por el simple placer de hundirme por completo.
- ¿Sabe usted
que voy a suicidarme en cuanto llegue a mi casa?- le sonreí. No tengo ni idea
de por qué se me ocurrió decirle precisamente eso. Lo cierto es que jamás había
pensado en ello. Cerré la puerta tras de mí y me alejé del coche con rapidez.
Por un momento creí escuchar que aquel hombre me llamaba, pero no tuve el valor
de girarme para comprobarlo.
Mientras esperaba al ascensor en el portal
congelado, me di cuenta de que aquello del suicidio no era del todo una mala
idea. En cualquier caso, morirse era mejor que cenar solo aquella noche, y
sobre todo que abrir la nevera y encontrar comida fría y dura, o que los ojos
fuesen a tardar interminables segundos en acostumbrarse a la luz afilada de la
cocina. Ni me dolían especialmente las pupilas, ni tengo verdaderas
preferencias por otro tipo de comida que no sea la congelada. Ni siquiera me
molestaba cenar solo y Nochebuena me traía sin cuidado. Sencillamente pensé que
morirse sería la mejor opción en aquel momento. No porque la vida fuese triste
o desgraciada, sino porque me era imposible vivir y nada más.
Fue entonces cuando me llamó mi madre. Dejé
que el teléfono sonase una y otra vez antes de decidir que sería interesante
contestarle y decirle que iba a morirme. Ella llamaba, sin embargo, no con
intención de escucharme, sino para desearme feliz Navidad y comentarme
entusiasmada que acababa de comprarse unos zapatos rojos. Estaba tan contenta
que se reía a carcajadas. Era una risa muy tenue, apenas perceptible para
alguien que no la conociese. Sin saber muy bien por qué, me imaginé que yo era
un niño todavía, y que hacía dibujos junto a mi madre en las ventanas de
nuestra antigua casa. La imaginé también a ella, lejana y marchita y calzada
con unos conmovedores zapatos rojos. Debía tener las orejas encendidas en aquel
momento, mientras hablaba conmigo. Y comprendí que esa noche yo no tenía que
morir.
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